BIBLIOTECAS PÚBLICAS, UN BIEN COMÚN
La historia de la lectura es tan inmensa como lo son los lectores que ha habido, hay y habrá. Leer es una actividad que nos ha acompañado a la especie humana desde que existimos sobre la tierra. Gracias a la lectura ha resultado posible la transmisión del conocimiento y la prosperidad y mejora de la sociedad. Aunque la manera en la que hemos leído y entendido la lectura no ha sido siempre la misma, pues diversos han sido los soportes, las motivaciones, el acceso, la relación entre libros y lectores, las técnicas y las tecnologías, desde que los textos tomaron forma material, fisicidad, siempre hemos sentido la necesidad de guardarlos, variando igualmente esos espacios de conservación, las bibliotecas, en cada época.
En las civilizaciones antiguas, como Egipto, Mesopotamia, Grecia y Roma, las bibliotecas se ubicaban en palacios y en templos, y solo se permitía en ellos la entrada a la élite, que, a su vez, fue la que inició una moda que todavía está presente en nuestros días, la del coleccionismo de libros o bibliofilia, la cual constituía un claro signo de distinción socioeconómica. Estas bibliotecas, privadas o públicas, reflejaban el poder y la ideología de los gobernantes y de las gentes pudientes, y en ellas se operaba una selección consciente del patrimonio bibliográfico y documental, además de desarrollarse en algunos casos también importantes debates intelectuales y trabajos filológicos o de fijación textual. Ahí están, para demostrarlo, los conocidísimos ejemplos de la Biblioteca de Nínive, de la Biblioteca de Guiza, de la Biblioteca de Alejandría o de la Biblioteca del Pórtico de Octavia.
Hubo que esperar muchos siglos para que las bibliotecas dejaran de ser propiedad o usufructo de unos pocos y abrieran sus puertas a todos los públicos. Sin duda, en ello tuvieron mucho que ver factores tan determinantes como el desarrollo de la imprenta, la nueva manera de entender la biblioteca que trajo consigo el pensamiento ilustrado o el aumento de la alfabetización -que inició su andadura en Europa en el siglo XV y que no dejó de crecer hasta el XX-. Fue hacia mediados del siglo XVIII cuando nacieron las primeras bibliotecas públicas, en el sentido en el que hoy entendemos este concepto. Desde 1770 en adelante proliferaron las llamadas bibliotecas de préstamo urbanas, pensadas para las clases populares, y a ellas les siguieron en el XIX las bibliotecas escolares, las bibliotecas fabriles, las parroquiales, las reunidas por partidos y sindicados políticos, o las instaladas por el Estado en parques y jardines con el fin de que la lectura pudiera llegar a todos/as.
Cuantas más bibliotecas públicas iban apareciendo, más igualitaria se fue tornando la sociedad, hasta llegar al momento en el que nos encontramos hoy, en el que la biblioteca es un lugar abierto a todos los ciudadanos y un espacio perfectamente reconocible en casi todas las ciudades del mundo que, más allá de ofrecer libros de manera gratuita a los lectores, promueve y desarrolla infinidad de servicios sociales, culturales y educativos para todas las edades, y de un tiempo a esta parte, numerosos recursos digitales y electrónicos.
La nueva era de la comunicación y de la tecnología, de la globalidad y de la multimedialidad, ha conllevado cambios sustanciales en lo que hasta hace nada entendíamos por biblioteca: en el personal que la atiende, en las funciones que cumple, en la forma en la que en ella se distribuyen los libros y los espacios para leer, en el espacio (ya no solo físico) que ocupa, etc. Esta evolución vertiginosa de nuestro mundo, a la que no escapa la lectura, nos invita a reflexionar sobre el futuro de las bibliotecas como proveedores de contenido y servicios, y como bien común, pero también a no olvidar que no en todas partes los libros están al alcance de todos, al igual que a poner de relieve cómo la brecha digital genera desigualdades obvias en el acceso a la lectura (y en tantos otros aspectos) que han de combatirse tanto desde los poderes públicos como desde la ciudadanía, por más que las responsabilidades de unos y de otra no sean las mismas.
Alba Jara Manzano