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Un verano de finales de los 80

Un verano de finales de los 80

Verano de finales de los 80.

Él era un chico de ciudad, con una conciencia revoltosa que lo llevaba a viajar entre las páginas de los libros de historia, los grandes filósofos y las más bellas poesías.

Ella, que siempre había vivido en el campo, buscaba allá dónde iba un amor de verano como el de Beatriz y Pancho en Verano Azul.

Él escuchaba Bobby Jean, mientras, aún sin saberlo; ya pensaba en ella.

Te quiero de Hombres G sonaba en el radiocasete cuando ella le imaginaba a él.

Pero entonces, ella y él se encontraron en ese pequeño pueblo en el que ella pasaba inviernos de heladas, y veranos de solana; y al que él solo regresaba cuando el calor de la ciudad se le hacía insoportable.

Ella siempre había estado ahí iluminándolo todo, y él siempre había revoloteado alrededor del halo de luz que ella desprendía, sin un rumbo fijo. Se habían visto, pero nunca se habían mirado. Pero el día que lo hicieron… desde entonces no pudieron mirar a otro lado.

Besos en los bancos del parque, rutas en bicicleta y noches de confidencias en algún poyete. Encontraron en el otro aquello que cantaban sus artistas favoritos, ese amor que habían anhelado siendo aún desconocido.

Sin embargo, tan rápido como llegó, ese verano se fue. Él volvió al ruido y al asfalto, y ella se quedó, a esperar el estío una vez más.

Comenzaron entonces las cartas, las llamadas en las cabinas telefónicas, las cintas dedicadas y fue entonces también cuando entraron los libros.

Él, un chico de letras, quería trasmitirle a ella todo lo que sentía con los libros. Ella quería conocer todo lo que al otro le gustaba. “Ojalá poder llevarte yo mismo una rosa con tu nombre. Con amor, M.A”, decía la dedicatoria del primer libro que él le regaló, El nombre de la rosa.

Así fue como la pila de libros que se acumulaba en la estantería de él fue disminuyendo conforme el papel y la tinta que le escribía a ella aumentaba. Fue así también, como la mesa de estudio que a ella no le habían dejado usar, fue llenándose de historias gracias a él.

Los años pasaron, Mecano dejó paso a Eros Ramazzotti y las llamadas en las cabinas se convirtieron en conversaciones a los pies de la cama. Las noches ahora consistían en leer la historia que el uno le había recomendado al otro el día anterior; las tardes, en ordenar esa estantería con la que tanto soñaban y darse cuenta de que no les cabían todos los libros que tenían en una sola.

Pero, de repente, se despertaron de este sueño de verano para soñar juntos unas nuevas noches, unas en las que ya no se acostaban a las tantas leyendo el nuevo libro de Almudena Grandes, sino que se metían a las nueve en dos pequeñas camas a leer cuentos de princesas y dragones, y a inventar historias de hadas que se escondían por cada rincón. Fue entonces cuando la estantería se llenó de libros de colores, el frigorífico de poesías y la biblioteca en el mejor plan para un sábado por la tarde.

Cada día, la casa se llenaba de nuevas historias, tanto reales como ficticias. Las pequeñas crecieron y se llevaron con ellas cada una de estas, dándose cuenta de que siempre que las tuvieran no estarían solas, que solo tendrían que volver a las páginas o a los recuerdos para encontrarlos a ellos.

“El amor es compartir aquello que amas y tu padre me dio el mejor regalo al mostrarme cómo podía conocer el mundo sin necesidad de moverme si quiera de sus brazos”.

Beatriz Lara Patiño

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