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Portadores de fuego/2

Portadores de fuego/2

Mis dedos se empezaron a colar entre la portada y la primera página de la obra literaria con un movimiento lento, aunque cargado de expectación y, aumentando lentamente la presión, las separé.

El título, en una caligrafía majestuosa e imponente, precedía la página. Unos centímetros por debajo había algo escrito a mano, con un estilo de letra mucho más pobre y despreocupado. Parecía como si aquellas palabras se hubieran escrito con la prisa más inminente y asfixiante del mundo. Reconocí esos trazos al instante. Eran de mi amigo. Comencé a leer la dedicatoria.

“Espero que algún día me puedas perdonar, no busco que entiendas lo que he hecho, pero…”

El tintineo de unas llaves al otro lado de la puerta provocó en mí el acto reflejo de cerrar el libro y ocultarlo bajo mi chaqueta. Antes de que mi mente pudiera imaginarse a quién más mi amigo le había confiado las llaves de su casa la puerta se abrió y la solución fue expuesta ante mí.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó irritada, aunque no sorprendida.

—Recordar —respondí instantáneamente.

—No merece la pena recordar cosas así, a alguien así…

—¿Qué venías buscando tú entonces? —inquirí.

—Olvidar, o, al menos, hallar la clave para ello —contestó tras haber meditado unos segundos.

—Yo me conozco un método mucho más efectivo para olvidar.

Había muchos más restaurantes por la zona, algunos más cercanos y baratos, pero el elegido debía ser el que fue. Había ido más de un viernes con mi amigo para nuestras charlas y vuelto en numerosas ocasiones para disfrutar del aroma de un buen libro mezclado con el sabor a café. Definitivamente, mi favorito. Yo me pedí lo de siempre, ella un vaso de agua.

—No era fácil —comentó ella, rompiendo el silencio.

—Nunca lo fue —aclaré con una sonrisa cargada de compasión.

—Desde bien pequeño empezó a tener comportamientos erráticos, todos ellos relacionados con el mundo de la literatura o del arte, pero lo de los últimos meses…No era normal.

—¿Qué ocurrió?

—Estaba acostumbrada a su forma de ser imprevisible y caprichosa, pero jamás le había visto tan obsesionado con algo. Me llamaba a mitad de la noche gritando, golpeando las paredes de su casa, llorando…

Supongo que su relación conmigo simplemente se limitaba a lo literario. Quizá solo se mostraba tal y como era ante las personas que era imprescindible hacerlo. Ante su psicólogo, por la intimidad tan bonita que supone esa profesión y, sobre todo, ante la pericia de la mujer que tenía delante de mí. Algunos decían que era cosa de hermanos, pero la destreza con la que sabía tratar a mi amigo no se la otorgó su vínculo con él, sino algo mucho más poderoso, algo que va dejando cicatrices: la experiencia.

—¿Obsesionado con qué? —cuestioné finalmente.

—¿No te ha llamado nada la atención de su casa? —Odiaba que contestasen mis preguntas con otras preguntas.

No supe qué responder.

—No hay ni un solo libro.

—Pensaba que se los habían llevado para investigarlos.

Negó con la cabeza.

—No se han llevado nada ni se lo van a llevar, te lo garantizo.

Sacó un paquete de tabaco que fulminé con la mirada. Ella arqueó una ceja y lo volvió a guardar mientras emitía un suspiro.

—Me pidió que me los llevase todos, que no dejase ni uno solo. Decía que incluso cuando los veía sin estar leyéndolos le provocaban… ¿Cómo dijo?

—Emociones fuertes —completé.

—Sí, algo así. Me aseguró que lo que sentía hacia ellos era tan intenso que escapaba a su conocimiento y a sus fuerzas. Esa misma noche me los llevé todos de ahí.

—Por eso me pidió que no me llevase libros a nuestras reuniones… ¿Sabes qué fue lo que le provocó eso?

—Se obsesionó por uno de ellos. Me gritó que leer no tenía sentido si no era aquel libro, que lo veía en cada parpadeo, en cada lienzo en blanco. Ese fue el único libro que no quiso que me llevara.

—¿“Roma, vestida de fuego”?

—Sí, ese mismo. Ha desaparecido de su casa, probablemente se lo llevaría consigo a donde quiera que haya ido.

Instintivamente palpé el libro envuelto en mi chaqueta. Seguía ahí. Todo iba bien. Noté que ella jugueteaba inquieta con el paquete de cigarros en su bolsillo con su mano derecha. Su izquierda estaba ocupada envolviendo y desenvolviendo una y otra vez uno de sus mechones cobrizos en su dedo índice.

—¿Te puedo preguntar por la última vez que lo viste? —lanzó.

—Fue aquí, en esta misma mesa. Él se sentó en esa silla —señalé apuntando con la cabeza hacia ella.

Su cuerpo se quedó paralizado unos segundos. Levantó su codo izquierdo de la mesa con un pavor tan inexplicable como repentino mientras se recolocaba incómodamente en su asiento.

—¿De qué estuvisteis hablando? —preguntó con miedo.

—¿Cómo fue la última vez que tú le viste? —Decidí jugar con sus reglas.

—Fue unos días antes de que su desaparición se hiciera pública, dos o tres como mucho. Al día siguiente me dijo que no estaba ahí, pero yo sé que era él a quien vi. Aquella misma tarde discutimos por teléfono. Se volvió loco. Me decía que no tenía ni idea de por lo que estaba pasando, que no sabía todo lo que se estaba callando, que desconocía las veces que tenía que calmar su conciencia.

—¿Tú qué le dijiste?

—Que la conciencia no es algo que se pueda controlar —agregó.

—¿Cuándo le viste?

—Esa noche me despertaron unos gritos, cuando me asomé por la ventana vi una sombra que miraba a mi edificio. En el momento en el que me vio aparecer soltó un berrido que fue audible a manzanas de distancia. Era su voz, te lo prometo. Me heló la sangre.

—¿Qué te dijo?

—Me pidió perdón.

Volví a apretar el libro. Recordé la dedicatoria.

“Espero que algún día me puedas perdonar”

David Castellanos Martínez

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