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Portadores de fuego/1

Portadores de fuego/1

Alargué mi mano izquierda hasta alcanzar el borde de la tablilla. Óleo sobre madera; la inscripción “Roma, vestida de fuego” decoraba la esquina inferior izquierda. Algo me aceleró el pulso, sentí el sutil cardio golpeando mi pecho. Su firma atravesaba el cuadro de manera inusual. Yo estaba en su casa, en su solitaria casa descifrando las figuras; antes de Roma, vestida de fuego vi otras obras de las que sí me había hablado: Mujer con el corazón de perla, El bailarín de Grecia, Los cielos de Mesopotamia… todas ellas óleos sobre lienzo. Estando en su casa todo se sentía diferente.

Recordé aquella tarde del 9 de junio, vi su rostro empapelado sobre los periódicos. Titular: “Desaparecido. Pintor de 33 años en la localidad de Madrid”. Me dirigí rápidamente hacia mi casa con el aliento por delante, fuera de mí. Por el acelerado camino me perseguía constantemente el espejismo sonoro de escuchar mi nombre en su voz.

Nosotros habíamos mantenido una relación literaria por años; solíamos citarnos en algún restaurante de Madrid para analizar las magnas obras de la literatura universal, platicábamos acerca de la filosofía del mundo clásico y disfrutábamos la lectura de ciertas cartas antiquísimas. Lo hicimos cada viernes de los últimos cuatro años sin abandonar la costumbre ni por una sola semana. Tenía por costumbre dejarme un regalo al finalizar cada sesión de nuestras tardes de literatura y, precisamente, me dirigía a casa aceleradamente en busca de los últimos de sus regalos en mi posesión. Había normalizado tanto su costumbre de regalarme extravagantes objetos que no necesitaba (o, a veces, que no quería) que apenas les presté atención a la mayoría de sus regalos. Llegué a mi casa al atardecer, rebusqué y puse patas arriba la hemeroteca para encontrar sus regalos. Allí estaban, algunos cubiertos de polvo: una réplica en miniatura de un mosaico romano, un ejemplar de una antología poética hispana medieval, un collar de las indias e innumerables bártulos y armatostes que nadie querría tener en su hogar.

De entre todos ellos rescaté los más útiles para saber algo acerca de su desaparición: las llaves de su casa (fue de sus primeros regalos, me las dio a modo de considerarme fiel amigo suyo), una carta que nunca había llegado a leer y un ejemplar de un libro titulado Roma, vestida de fuego. Abrí la carta o al menos hice el intento enervado coordinando mis torpes manos. Suspiré profundamente, la carta había sido dañada por el paso del tiempo y se habían perdido ciertos fragmentos del mensaje. Leí:

“Querido mío:

Nosotros hemos recorrido los tiempos literarios (…) desde Homero hasta (…) Espero que recuerdes aquella conversación que tuvimos acerca del incendio que ocurrió en el 64 a.C. bajo el mandato de (…) (¡Lo recordé! ¡Era bajo el mandato de Nerón!).

Ahora siento que soy la mismísima Roma (…) el fuego me (…) y no sé qué más puedo hacer. Mi última visita al psicólogo fue farragosa, (…) terminó por diagnosticarme vivir una pesadilla, me prohibió toda actividad que me cause emociones fuertes y (…). Tú bien lo sabes, la literatura, fuera de ella no siento (…). Pero ahora, ahora leer me (…). Tú y yo hemos vivido todo desde la lente de la lectura, aquella vez en que (…) terminamos fatigados de ello y te di ese libro, no quiero (…) hasta que no veas su contraparte pictórica en (…). (…) viejo amigo, hasta dentro de (…) “.

Cerré la carta y la dejé suavemente sobre el escritorio. Días después me dirigí a su departamento. En esa situación me encontraba; todo era diferente. Después de ojear los lienzos alcancé aquella tablilla de madera titulada igual que el libro posado sobre mi mano derecha (libro que hasta entonces no me atreví a abrir, en la carta supuse que hablaba de ese libro en concreto ya que anteriormente había mencionado el incendio de Roma en el año 64 a.C.) y con la izquierda acaricié el título bordado a relieve. Pensé en por qué alguien tendría que dejar de leer (resonaba en mi mente “actividad que me cause emociones fuertes”), me carcomía de nervios; las figuras del cuadro, el enigmático libro que ya estaba autorizado a abrir, la desaparición de un amigo.

Anás Serroukh Eddriouache

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