CUÉNTAME UN CUENTO ABUELITA...
Sólo ahora, al comenzar esta asignatura, he sido consciente del momento de mi vida en el que se inicia mi contacto con los cuentos, mi curiosidad por las historias, ese amor por la lectura que se hizo posible tan pronto aprendí a leer, cuando contaba con apenas cuatro años. Fue entonces cuando me regalaron los primeros libros que me acompañan desde entonces.
Mi madre, como un aedo, me cantaba cuentos cuando era pequeña. Sí, me cantaba... Entonaba historias que me transportaban a reinos multicolores, a espacios inalcanzables. Recuerdo aquella que decía, tras una música suave, en cadencia envolvente:
Cuéntame un cuento abuelita, antes de irme a acostaaaaaaaaaar.
Cuéntame un cuento abuelita, aquí cerca del hogaaaar...
Está cayendo la nieve en la lejana extensión,
los árboles son como espuma y las nubes son de algodón...
O aquel poema de Rubén Darío, musicado, Margarita está linda, la mar y el viento, etc., Margarita, te voy a contar (cantar) un cuento. Y surge el cuento-cantado: de un rey que tenía un palacio de diamantes, una estrella hecha de día y un rebaño de elefantes...
Tal vez, por eso, aprendí tan pronto a leer, para poder disfrutar las historias cuando quisiera. Las buscaba en cada página de los libros que tenía mi padre... Es curioso, mi madre con sus historias cantadas, pero mi padre era el que tenía los libros...
Con el tiempo, yo también canté cuentos a mis hijos. Cuando los bañaba, cuando los daba de comer, cuando los dormía. Igual que me inculcó mi madre, así hice yo con mis hijos, y los cuentos-cantados pronto fueron reemplazados por la lectura de otros cuentos. Nunca dejé de leerles historias. Había cuentos, muchos cuentos en casa, grandes y pequeños, pero cada uno de mis hijos, en su momento, tuvo fijación por uno en concreto, y por más que yo eligiera uno nuevo para leerles, al final terminábamos con el de siempre.
Cada día comenzaba la lectura: Un hombrecillo un verano, encontró una esponja a mano... Éste fue el de Israel. El osito Tedy Ruspin y sus amigos...., era el que atraía a Pablo. No Fernandito, así no..., éste fue el de Paula. Y de tanto leérselos aprendieron a decirlos de memoria antes de ir al colegio, incluso antes de aprender a leer. A todos les sucedió lo mismo, en la etapa en la que contaban tres, cuatro años... No es difícil, la cantilena constante hacía que casi sin percibirlo se les quedase grabado. A menudo gustaban de abrir el libro y lo decían como si estuvieran leyendo... En más de una ocasión sorprendieron a sus abuelos, a nuestros amigos. Hoy son buenos lectores, la lectura les ha acompañado siempre, porque incluso antes de nacer debían sentir que yo disfrutaba leyendo, siempre me han esperado silenciosos, tranquilos, anhelantes, los libros…
M. Isabel García Conde.
2 comentarios
edith celsa calonge león -
Santiago -