CARPE DIEM
Llevo delante del ordenador más de media hora, tratando de poner mi mente en blanco y empezar de cero algo que, ironías de la vida, no puede partir de cero. Supongo que es la sensación de que vas a escribir algo que alguien más va a leer, ya sea una, dos u ochenta personas. Qué más da. Y el caso es que el tema no es nada difícil, quiero decir, ¿cuántas veces se habla a lo largo del día de lo que leemos, de los libros, de autores y autoras que escriben esos libros? Seguramente más de las que nos imaginamos.
Y, aun así, hay quienes no sucumben a la magia de las historias ajenas. Aun así, hay quienes se resisten a tocar un libro, a sentir por alguien que no existe, aunque sea solo por un momento, o incluso a una historia que, a veces, es más real que la realidad. Y, ¿por qué? No lo sé, pero tampoco estamos aquí para juzgarnos unos a otros. Estamos aquí para hablar de libros, aunque eso sea bastante ambiguo. Digo ambiguo por la sencilla razón de que no hay dos personas iguales, no hay dos libros iguales, ni siquiera dos historias iguales, y, lo más importante, si no hay dos personas iguales, significará que no hay dos personas que lean igual, por mucho que lean lo mismo. He ahí la magia del maravilloso mundo de la tinta y el papel.
Hay quienes dicen y aseguran que la felicidad normalmente se encuentra en las cosas más pequeñas, como en una taza de café por la mañana, un aprobado en Historia del Arte, una canción, un gesto, un libro… y puede que tengan razón. Puede que algo tan pequeño como un taco de folios con portada sea capaz de hacernos felices por momentos, puede que incluso haya quienes consideren estos objetos la fuente de su felicidad. Pero… ¿por qué? Es el segundo «por qué» que pregunto, al igual que es el segundo «por qué» que no sé responder con certeza. De lo que sí puedo estar más que segura es de que, más que el libro físico, más que la cantidad ingente de palabras impresas en esas hojas, más que lo que ha costado y quién lo ha escrito, es lo que te hace sentir, es la forma en que haces tuya cada acción, cada palabra, cada verso o cada diálogo. Supongo que es una buena forma de abordar este tema, aunque esto de los sentimientos sea un tema harto delicado, para qué mentirnos.
Leer debería ser considerado un arte. Igual que la literatura, igual que la pintura o la arquitectura, leer es algo tan singular, tan propio y nuestro, que debería ya de por sí considerarse un arte por el hecho de que es tan complicado que parece hasta simple. Leer por pasión, por ocio, leer por obligación, por curiosidad o por aburrimiento. ¿Quién habría dicho alguna vez que existirían tantas formas de leer como etapas artísticas? Tendemos a infravalorar tantas cosas a lo largo de la vida que, cuando queremos darnos cuenta, ya es demasiado tarde. Trágico, ¿verdad? Podría decir que no, que solo estoy exagerando, pero no es el caso. Hay tantas cosas que nos perdemos por miedo a probar, que al final nos conformamos con leer solo La Celestina porque tenemos que hacerlo, y por ello cerramos la puerta a miles de historias cuyo origen apenas en ocasiones es la primera mitad del siglo XX. Y es una pena.
Ni mucho menos pretendo parecer una fiel defensora de la lectura o de los libros, no. Tampoco escribo para eso. Pero, para lo que sí escribo, es para hacer ver que hay cosas que, aunque no nos lo creamos muchas veces, sí merecen la pena, y ya no estoy hablando solo de libros. Hablo de vivir en general.
¿Cuántos de vosotros querréis levantaros una mañana con más de seis o siete siglos sin tener la oportunidad de decir «yo hice/vi/leí/dibujé/canté/bailé/escribí/dije/viví eso»? Apostaría mi libro favorito a que todos tenemos algo a lo que aferrarnos en esas opciones de la frase anterior que está entre comillas, y no apuesto menos a que esté cien por cien segura de que voy a conseguir ganar en algún momento.
Se trata de vivir, de no dejar las cosas atrás, de perseguir sueños aunque pensemos que al resto les va a sonar raro, de decir las cosas como queremos decirlas (a ver, aquí he de hacer un inciso: no está bien decir las cosas que queremos decir siendo malas personas, por favor, ante todo civismo, que últimamente no queda mucho de eso y la gente se olvida de que eso siempre suma), de hacer las cosas que nos gusta hacer y de respirar como queremos respirar. Hay muchísimas, pero muchísimas cosas que todos anhelamos hacer, decir… y todo por el «qué dirán», por miedo a arriesgar, por conformismo, por timidez o, a lo mejor, porque no pensamos que algo como lo que queremos hacer «pegue» con nosotros. Pero todos ellos son crasos errores.
Al igual que no hay dos libros iguales, tampoco hay dos personas iguales. Todo lleva su tiempo, todo llega en su momento, es solo cuestión de… probar. Supongo que eso podríamos aplicarlo al mundillo de la magia de las historias ajenas, de la tinta y papel, del arte de leer, porque quiero pensar que, para determinar un sentimiento, un gusto, una opinión, puede que también sea cuestión de eso, de… probar.
Paula Sánchez Barrientos.
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