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AEDO

NONENAL

NONENAL

Aquel ajado rostro parecía ocultarse entre la penumbra y el trémulo de ya solo un cuarto de vela. Bajo unos límpidos ojos cansados, trasparentes como dos canicas de cristal enterradas en unos párpados caídos, que dejaban solamente una exigua rendija de visión, en parte, debido a la ausencia de pestañas, no se hallaba más latir que el de navegar por las letras abisales de aquel rozado libro, bañado en años, estigmas y soledades.

Había pasado demasiado tiempo ya, pero como si aquella tinta hubiese sido vomitada por la mismísima Medusa, él yacía petrificado. Sólo sus pupilas y el interior de sus vísceras parecían estallar en tormenta.  

Ya no quedaba cera cuando levantó su arrugada y huesuda mano del velador. Amanecía; con la larga y rolliza uña azafranada de su dedo pulgar, recorrió tan aprisa como delicadamente todas las páginas hasta llegar a la primera que ahora lo cerraba.

Seguido se incorporó con aparente dificultad, tardo y jadeante. Atenazó el ultimado libro y paciente avanzó hasta situarse debajo de una gran estantería sumándolo a la cantidad ingente que allí reposaban. Una vida entera depositada que hoy parecía lo suficientemente grande como para cobijarlo en su sombra.

Juan Marínez Córdoba

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