ÉRASE UNA VEZ UN LIBRO FELIZ
Yo era un libro feliz, como todos aquellos que descansaban en mis estanterías. Era un libro feliz, por “ser” y cumplir con mis funciones primigenias.
Era un libro leído, interpretado, apreciado. Ofrecía a mi dueño curioso una compañía muy especial, provocadora de placer. Si él en mí reposaba la mirada, el pensamiento meditaba y mi objetivo de existencia conseguía trascender. El grandísimo dislate de reducir a aquello que es, a “ser”.
Mi incontable familia –vecina de estanterías- me transmitía el sentido de existencia de mis ancestros, la manera y circunstancias en que se habían conformado y qué ojos y actitudes los habían de albergar. Cuán interés me suscitaba esa historia, esa relación tan pasiva y activa que unía a los de mi especie con los humanos.
Mis más cercanos libros mantenían procedencias sumamente distintas. Aquellos que, como yo, habían sido encontrados con incredulidad y sorpresa, o tras una incesante búsqueda de mi dueño. Aquellos que habían emigrado en forma de regalo hacia otros estantes y propietarios ajenos. Alguno que había cambiado de ostentador inintencionadamente, en los bancos tras esperar al tren... Claro está que el grueso de la familia aumentaba más que disminuía, por bienvenidos regalos, por acogidas temporales de amigos revestidos de sus correspondientes tejuelos.
Un libro abierto respira, se oxigena; ojos despiertos. Un libro cerrado, mente dormida.
Pensamientos librarios que me surgían al contemplar desde las maderas polvorientas a mi añorado dueño dando vueltas por la habitación, “estudiando” con el ordenador, leyendo noticias en su teléfono móvil, novelas fugaces y efímeras. ¿Pero es que no se daba cuenta?
Que leer así es un “visto y no visto”, que es volátil, que es insaciable (se diluye la emoción y la experiencia multisensorial emanantes de la actividad lectora); que es todo eso, pero, en el fondo, no es.
Yo permanezco en esencia igual, en apariencia quizás algo más viejo, e implorando la compasión de los pececillos de plata.
Soraya Nseir Rubio
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