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¿A QUIÉN NOS DIRIGIMOS CUANDO ESCRIBIMOS UN DIARIO?

¿A QUIÉN NOS DIRIGIMOS CUANDO ESCRIBIMOS UN DIARIO?

Hace un tiempo, mi familia y yo nos reunimos para celebrar el cumpleaños de mi primo. Le regalaron un cuaderno precioso, de tapa dura, con una portada decorada con motivos vintage, para que lo usara como diario. Él agradeció el obsequio, pues le encanta escribir (siempre dice que de mayor quiere publicar un libro), pero después de dar las gracias, dijo que el cuaderno era demasiado bonito: “total, en cuanto empiece a escribir en él, no voy a permitir que nadie lo vea”, añadió. 

Esto último se me quedó grabado en la cabeza toda la tarde. ¿Para qué escribe o para quién escribe mi primo en su diario? Al intentar dar respuesta a esta pregunta, una se encuentra primero reflexionando sobre sus propias experiencias. Por desgracia, esto no resultó fructífero en mi caso: a pesar de los múltiples intentos a lo largo de mi vida por empezar un diario, nunca he sido capaz de llevarlo a cabo durante más de tres días seguidos. Al comentarlo con más personas, me di cuenta de que esta es la experiencia general cuando se trata de redactar las propias memorias. Y es que, para la mayoría de la gente, escribir algo que nadie va a leer (a menudo, ni siquiera nosotros mismos) resulta un tanto absurdo.

Probablemente haya gente cuya opinión entre en conflicto con la afirmación anterior. Con ella, para nada se pretenden negar los beneficios terapéuticos que llevar un diario pueda tener. No obstante, para muchas personas, una característica intrínseca de lo escrito es su función última de ser leído. Si un texto no se lee, entonces carece de sentido.

Algo parecido se creía ya en la Antigüedad clásica, época en la que se tenía la concepción de que las producciones escritas cobraban vida únicamente cuando eran leídas. Esa lectura, además, se solía realizar en voz alta, pues la lectura en silencio se hacía complicada con un idioma como es el griego antiguo, escrito sin espacios ni pausas mediante la scriptio continua. Esta noción del texto otorgó al mismo un carácter “mágico”, en tanto en cuanto el propio objeto que contuviera el escrito debía “apoderarse” de quien lo leyera para convertirse así en algo, hasta cierto punto, animado (creencia de la que viene el concepto de los llamados objetos parlantes).

Hoy en día, hay algunos ejemplos que demuestran que esta concepción antigua no se ha perdido del todo. Uno de los más sonados, que seguro a más de un lector le viene a la cabeza, es el Diario de Tom Riddle, objeto clave en la famosa saga de literatura infantil Harry Potter, que consiste precisamente en un diario que adquiere vida a medida que es leído por otra persona. No es este, ni mucho menos, el único ejemplo. En la época contemporánea existen otros muchos diarios, tanto reales como ficticios, que demuestran que las memorias pueden tener un sentido más trascendental: el subversivo o político. Es el caso del famosísimo Diario de Ana Frank, o el cuaderno en el que hace sus anotaciones el protagonista de 1984, Winston. En esta obra, George Orwell expone de manera clara el poder que pueden tener los pensamientos y, por ende, los escritos que de ellos surgen (aunque sean, supuestamente, solo para nuestra vida privada). En este caso, en su diario el protagonista apela directamente a las personas del futuro que puedan llegar a leer lo que escribe, utilizándolo como una forma de comunicación con generaciones venideras.

Estos ejemplos demuestran que, quizás, no sea cierto que escribamos solo para el momento presente. Tal vez, cuando escribimos en nuestros diarios, tenemos, en el fondo, el anhelo de que nuestras historias sean descubiertas por alguien en el futuro o, incluso, por una versión mayor de nosotros mismos en un momento de reminiscencia. A lo mejor esperamos que, de algún modo, el paso del tiempo otorgue a nuestras memorias, que desde el presente nos parecen deslavazadas, una consistencia mayor. Pero, para ello, alguien tiene que leerlas.

Andrea Sánchez García

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