Diario de un lector humanista del siglo XVI
Se presenta a continuación uno de los pases encontrados en un diario perteneciente a un lector humanista de finales del siglo XVI. El texto, que ha sido traducido para favorecer su comprensión, expone lo siguiente:
Vigésimo tercero de abril, año 1590
Hoy he tenido una visión de lo más abrumadora.
Había aparecido en una calle desconocida, rodeado por una multitud que apenas percataba mi presencia. Pueden suponer la sorpresa que esto provocó en mí. Y no sólo este hecho, si no la observación de la vestimenta tan extraña que portaban, así como su forma de hablar. Apenas reconocía su lengua.
No obstante, no era lugar ajeno en su totalidad. En uno de los edificios de aquella calle observé una gran pared de cristal sobre la que descansaban varios libros al otro lado. No pude resistir la necesidad de acceder a aquel enclave.
Dentro, el espacio estaba inundado de personas, y ninguna parecía tener un aspecto que indicara semejanza con mi profesión, más bien todo lo contrario. Encontraba hombres y mujeres de las más diversas edades y orígenes, todos ellos con ejemplares en sus manos. Leían en silencio, algunos incluso juntos, observando las obras. Era algo verdaderamente insólito.
Descubrí entonces, en una esquina delimitada por varias estanterías, a un hombre en tiempo similar al mío, por lo que decidí aproximarme con el fin de obtener información alguna que pudiera guiarme a asimilar tan particular situación.
Cuando cuestioné qué sitio pudiera ser aquel en el que me hallaba, el hombre pareció no comprender mis palabras, no obstante, ofreció compartir su ejemplar conmigo, así como el sitio que ocupaba.
Decidí aceptar su invitación. Me senté e inspeccioné la obra, el relato de una guerra que desconocía. Advertí en ese momento cómo, cercano a aquel ejemplar, el hombre tenía abierta una libreta de lectura, de unas características semejantes a la mía. El cuaderno estaba anotado, marcado, sus hojas mantenían el estado de aquellas que han sido leídas en incontables ocasiones.
Devolví su libro, y al despedirme, le expresé mis agradecimientos. El hombre, que parecía seguir sin comprender mi lenguaje, prosiguió su lectura.
Miré entonces de nuevo a mi alrededor. Todas aquellas personas, todos aquellos libros, aquel edificio tan singular. Era una realidad sobrecogedora, ¡cual paraíso descrito en las Sagradas Escrituras pudiera quedar a su altura!, era el destino de cualquier persona que hágase llamar lector.
Si bien, los sentimientos de incomprensión, de extranjería y de nostalgia me embriagaban. Aquella no era mi tierra. Por fascinantes que fueran sus métodos, aquel no era mi lugar. Parecía estar contemplando una realidad brillante en la lectura, sin embargo, echaba de menos mi rueda.
María Rodríguez Pérez
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