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De la importancia de la escritura y la lectura: reflexión a través del decimotercer viaje de Eneas (quinta parte)

De la importancia de la escritura y la lectura: reflexión a través del decimotercer viaje de Eneas (quinta parte)

—En cualquier caso—interviene el presentador—, no importa el origen: Eneas sí se ha llevado un buen soponcio, y nosotros también. —Se gira hacia el historiador—. ¿Te importaría traducir? —Luego mira a los asistentes, en parte para conectar con ellos, pero también para averiguar cómo se lo están tomando—. No me quiero ni imaginar lo que estará sintiendo, menudo choque cultural. Y temporal.

— Es un hombre acostumbrado a lo mitológico —salta el historiador—, ¡por favor, él ni siquiera tendría que estar aquí! Somos nosotros quienes debemos hacer el esfuerzo de entenderlo: Eneas, quae est ultima memoria tua?

Y se dirige a él con una delicadeza exagerada, lo que despierta la burla de las hormigas.

— Es un gladiador, no se va a romper —dice Barrancas.

— ¡Gladiador! —se indigna Trancas—, ¡qué dices!

— Es-es un héroe de guerra, hormiga —explica el historiador.

— Eso, a ver si te enteras, hormiga —sigue Trancas.

— Qué —dice Barrancas con sorna, ignorándolos y dirigiéndose al héroe—, te peleaste a saco con los griegos y luego a viajar hasta encontrar tu casa, o más bien crearla de cero. Me parece un timo, la verdad.

— No —dice de pronto el héroe con voz profunda. Todos se vuelven hacia él, que le indica al escolta que lo ha entendido, y se acoda sobre la mesa.

Entonces habla.

Y procede a narrar, con la voz cadenciosa de los oradores y la delicadeza lírica de los poetas, cómo fue la caída de Troya; la traición tallada en madera (“¡El caballo!” exclama al punto Trancas, en cuanto le llega la traducción), el desolador color de la muerte, las ruinas de la ciudad más hermosa. Y los gritos. Chillidos agónicos, lamentos atormentados, los soldados troyanos mutilados, masacrados. La visión esperpéntica de un Héctor derrotado que se le aparece en sueños, y, luego, la de su mujer en la distancia, envuelta en cenizas y humo, estando despierto. Abandona su hogar con el alma en vilo, su padre a cuestas y su hijo aferrado al brazo (“la alegoría de la vida”, explicará luego el historiador: “el ser humano lleva el pasado a la espalda y el futuro de la mano”), para dejarse conducir por el destino, primero a las montañas, y después, lejos, mucho más lejos.

De sus peripecias por mar hace un resumen, y nadie se lo reprocha. A su espalda una televisión se enciende para mostrar un mapa con el recorrido completo dibujado. Al descubrirlo, Eneas queda maravillado, y prosigue con más entusiasmo: de Tracia al oráculo de Delfos. En Creta los vuelve a sorprender la muerte, esta vez en forma de plaga. Huyen despavoridos hasta desembarcar en las islas Estrófades y, ¡oh, sorpresa!, las crueles harpías les hacen una visita: una de ellas, Celeno, lo ataca con una nueva profecía. En las costas de Epiro encuentran amigos, en las de Sicilia enemigos vencidos. Tras sobrevivir valientemente a los monstruos Escila y Caribdis, de oca en oca y tiro porque me toca, llegan al puerto de Drépano, donde, por vez tercera, la muerte se cobra su precio y le roba la vida a Anquises. Aún en duelo por la pérdida de su padre, Eneas se ve incapaz de esquivar la inmensa tormenta que lo arrastra hasta África; hasta los brazos de la reina Dido.

— ¡Oh, aquí viene el amor! —se emociona Trancas, y Pablo y Barrancas se ponen de acuerdo para mandarlo callar con un “shhh” de lo más impaciente. El público también contiene la respiración.

Continuará en el próximo post...

Leyre I. Avilés Canalejo

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