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Dudas

Dudas

Crecí sin televisión, sin contacto con el mundo digital y alejada de las series de las que mis amigas de la infancia hablaban. Recuerdo salir a la hora del recreo y escuchar a mis compañeras de clase hablar sobre si el protagonista de la serie del momento había conseguido derrotar a su archienemigo. Yo no me enteraba de nada. Miento. Llegó un punto en el que sabía perfectamente qué ocurría en el capítulo de cada semana de tanto escuchar hablar de él. Pero la realidad es que en mi casa el único dispositivo electrónico que había era un ordenador lleno de virus que tardaba quince minutos en iniciar sesión.

Así, pasé los primeros años de mi vida sin más remedio que sumergirme en el mundo de la lectura. Poco a poco se convirtió en todo mi mundo, en mi refugio. Volvía cada día de clase con ganas de leer el libro que había dejado a medias mientras desayunaba y por la noche soñaba con los personajes que protagonizaban mis libros. Cada libro me removía por completo y, al terminarlo, quedaba en mí una sensación de vacío que tardaba semanas en marcharse. Había convertido la lectura en una parte de mí.

En cambio, ahora, cada vez que sostengo un libro en mis manos, me invade el cuerpo una nostalgia que me paraliza. A veces, me sorprendo a mí misma buscando un rato para abrir un libro y sumergirme en la lectura. Pero lo cierto es que a los cinco minutos encuentro una actividad que, por casualidad, era más urgente que el libro que me disponía a leer. Tengo miedo de no volver a vivir esa sensación de no poder parar de leer, de querer que las páginas del libro se multipliquen para no terminarlo nunca. Ahora, cada vez que abro un libro, tengo miedo de no poder disfrutarlo. Tengo miedo de no poder sentir la lectura. Todo son excusas para no sentarme a leer una novela, un ensayo, un artículo... Que si tengo un examen la semana siguiente, que si tengo que preparar la cena, que si me tengo que irme a dormir pronto porque mañana madrugo, que si ya leeré en verano cuando tenga más tiempo… Y cada vez que esas excusas se vuelven obsoletas, surgen nuevas. ¿Acaso se puede denominar amante de la lectura alguien que lleva más de un año sin ser capaz de terminar un libro? Si es cierto que para lo que queremos siempre encontramos tiempo, me pregunto si la lectura no me gusta lo suficiente.

Sin embargo, creo que el problema no es ese. Pienso que leer supone reencontrarse con el silencio. Implica parar el frenesí del día a día. Dejar la inercia y reunirme conmigo misma. Escuchar lo que mi cabeza me tiene que decir. Atender mis palabras, lo que mi mente imagina, llegar a los lugares más recónditos de mi cerebro y experimentar lo que el libro me evoca. Quizás leer supone reencontrarse con viejas heridas y abrir nuevas. Ponerme a prueba. Exponerme a sentirme mal, a llorar, a decepcionarme… a redescubrir emociones que no sabía que estaban ahí. Y puede que no esté tan preparada para ello como yo creía. Quizás lo que de verdad me aterra no es no volver a disfrutar de la lectura, sino que mis emociones me invadan y no sepa cómo pararlas. Me da miedo que leer me lleve a descubrir cosas de mí misma que no quiero saber. Que ese proceso de inmersión lectora pueda conmigo y termine sin ser, ni siquiera, capaz de leer.

Claro que sé que los bloqueos lectores existen, que hay momentos en los que no tenemos fuerzas, o tiempo, o ganas… Pero me aterra no volver a tenerlas; que en este mundo lleno de consumismo, inmediatez, y sobre estímulos, haya perdido la capacidad de sentarme a la luz de la lámpara y abstraerme en una lectura lenta y aburrida. ¿Habré acaso perdido la capacidad del aburrimiento? Yo, que he reivindicado siempre que este sistema capitalista nos hace creer en la gran mentira de que el trabajo dignifica, de que no somos seres útiles si no producimos, de que nuestra valía se mide según cuánto capital generamos… Yo, que he querido siempre alejarme de todo eso, ¿Habré perdido la capacidad de no hacer nada productivo?

Haizea García Villanueva

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