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LLAMAS

LLAMAS

Estaba desangrándome en una casa en ruinas del distrito Pankow. Los rojos nos habían estado presionando desde comienzos de año. ¿Cómo diablos les dejamos avanzar hasta Berlín? -me pregunté- No importa, ahora eso ya no importa Marcus, sobrevive -me respondí de manera melancólica-. Berlín estaba en llamas por culpa de los rojos, y la pierna me abrasaba a causa del disparo recibido esa mañana. Me levanté a duras penas y logré caminar hasta la única silla en pie del salón dejando un fino rastro de sangre tras de mí. Pensé en el dueño y supuse que no le importaría que un soldado manchase el suelo de su salón. Sentado, conseguí aliviar parte del dolor, pero otra herida me quemaba. Una llama de culpa sea de la forma que sea nunca se apaga del todo, siempre quedará una ceniza que la avive. ¿Cuándo la encendí y qué la avivó? -pregunté al vacío-. Sueños, fama, ser un héroe para la patria y el Führer o simplemente acabar siendo un imbécil en esa maldita guerra, como todos los demás, como el Führer, los rojos, los nuestros o los americanos, todos unos perfectos imbéciles que abrieron las puertas del infierno -respondí al vacío-. Hablar no me preocupaba, el sonido de las bombas a lo lejos tapaba mi voz y los rojos todavía estaban a 4 km de mi posición. Pero aún así, sabía que iba a morir y creí que sería buena idea pensar en otra cosa mientras llegaba el momento. Me pregunté en qué momento abrí yo las puertas de mi propio infierno, y supuse que fue aquel día de 1933.

Era un 10 de mayo y yo estudiaba en la universidad de Humboldt. Era un buen chico, un estudiante de ciencias sociales competente con un alto espíritu de camaradería estudiantil por aquella época. Los buenos tiempos -pensé en la casa en ruinas-. Quizá fueron los discursos del Führer, quizá fuera la camaradería de los nacionalsocialistas, o simplemente fuese el hecho de que no era más que un chiquillo que no sabía nada del mundo, lo que me llevó a unirme al Deutsche Studentenschaft, la DTs, en la universidad. Los primeros meses fueron muy agradables, me lo pasé muy bien, hice cosas buenas por una universidad y conocí a mucha gente que posiblemente estuvieran muertos cuando llegué a la casa en la que pensé todo esto. De toda esa gente, la persona más cercana a mí fue Adler Sheider, el típico ario alemán de la propaganda del partido. Fue mi mejor amigo hasta que murió en Stalingrado. Fue uno de los líderes de la DTs y quien me empujó a abrir mi puerta al infierno, a mí y a todos los chicos de la DTs.

Las semanas previas al día diez, Adler y otros lideres de la DTs nos pidieron que recogiésemos libros que atentasen contra los principios morales alemanes, libros judíos, comunistas y toda la porquería de izquierda que pudiéramos encontrar. Yo acompañe a Adler a requisar los libros de la biblioteca de la universidad. El bibliotecario, el viejo Jool, era un maldito viejo judío que no nos perdonaba ningún retraso con la devolución de libros, un tacaño que muy posiblemente acabara gaseado. Siempre me cayó mal, y la propuesta de Adler me gustó. Esos días fueron muy felices en comparación con los de ahora.

La mañana del diez de mayo nos dijeron que tendríamos que desfilar para que el pueblo viera el orgullo de la juventud alemana y que habría festejos que finalizarían con un discurso del mismísimo Goebbels. El atardecer de aquel día y todo lo que ocurrió en él se me quedaron grabados a fuego en mi mente. Al atardecer, nos dirigimos a la Plaza de la Opera y allí vi la llave de mis puertas del infierno, columnas y columnas de libros apilados para arder. Estas columnas tenían libros contra la nación y todas las buenas ideas del espíritu ario, pues eran basura comunista, judía y contraria a nuestros buenos principios, y al fondo estaba la tarima donde Goebbels daría su discurso. Adler, antes de entrar en la biblioteca de la universidad, me dijo que requisaríamos libros, pero aquel diez de mayo me di cuenta de que requisar significaba algo más. Parecía un funeral vikingo, pero sin ningún tipo de emotividad, solo odio y desprecio en el ambiente, yo lo notaba porque en el fondo lo sentía… -Nada- le dije en voz alta a la nada en la casa ruinosa-, y solo le faltaba una chispa para prender. Llegaron los jefes de la DTs con las antorchas que harían prender las llamas. Estaba embobado, no sabía qué hacer ni qué decir, por lo que no hice nada…y las columnas de libros ardieron. Esas fueron las primeras que yo vi arder en Berlín, y después vería muchas más. Tras la quema, Goebbels nos incendió el corazón con un magnifico discurso. En el fondo, dentro del odio que sentía por esos libros sentía un poco de lastima por su incineración, por el alma de todos los autores en esas columnas ardiendo en un grito sin ruido. Yo tenía parte de culpa, yo requisé esos libros. Pero quemar libros me llevo más tarde a quemar muertos, y de quemar muertos pasé a quemar vivos y de quemar vivos a ver Berlín ardiendo en la silla de la casa en ruinas desde donde muy posiblemente acabaría viendo el verdadero infierno. Me levanté y fui al corredor de la entrada, la sangre del suelo todavía seguía fresca, y a ella se le unió más sangre que todavía emanaba de mi herida, no le di más importancia tras ver y alcanzar la puerta. Entonces la abrí para ver las llamas de los edificios extendiéndose por Berlín, quizá ya estaba viendo el infierno.

Kevin Merinero Rodríguez

 

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