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Portadores de fuego/6

Portadores de fuego/6

Le prometí a Beatriz que iba a descansar. Y eso hice.

Me tumbé en el pequeño camastro que se encontraba en mi habitación. Cerré los ojos, pero los pensamientos no dejaban de volar por mi mente, intentando unir las pistas que habíamos hallado.

«Fuego». «Libros». «Mapa de Madrid». «Alcázar». «Musas». «Ladrones». «Cuadros». «Si sirves a muchos maestros, pronto vivirás».

No sé cuánto tiempo estuve así, pero cuando abrí los ojos pude vislumbrar a través de la ventana los primeros rayos de luz del alba. Estaba amaneciendo. Nada parecía tener sentido. Eran señales muy dispersas que surgieron a partir de la mente de un hombre con indicios de locura.

Mi cuerpo se tensó de repente. Cómo no me había dado cuenta antes. Me levanté de un salto y fui hacia el salón. Allí encontré a Beatriz tumbada en el sofá de mi salón. Tenía los ojos cerrados, pero en su rostro se encontraba cierto aire de inquietud. Los mechones largos, rizados y cobrizos de su cabello estaban esparcidos por toda la almohada. Sus carnosos labios se encontraban entreabiertos, dejando entrar y salir la preocupación que emanaba en su mente.

—Beatriz — la llamé, mientras zarandeaba su hombro—. Despierta.

Poco a poco sus ojos empezaron a moverse, escapando del sueño y volviendo a la  realidad.

—¿Qué pasa, Hugo? — contestó mientras se incorporaba, aún somnolienta.

—Creo que he descubierto algo. —Sus ojos se abrieron como platos, convirtiendo sus lentos movimientos en ansia por saber— Desde el principio hemos estado recopilando información, sin poder encontrar una solución lógica, y he descubierto el por qué. Estamos mirando las pistas desde nuestra mente, pero es la mente de un loco quien las ideó. No podemos pensar como Hugo o Beatriz, sino como Ignacio.

—No entiendo exactamente cómo eso nos puede ayudar.

—Por ahora sabemos que la locura de Ignacio empezó con los libros. Con uno exactamente. Además, era un gran artista, y todo artista necesita una fuente de inspiración.

—¡El lienzo que pintó! Ese lienzo que tiene el mismo nombre del libro, el de su apartamento. Se inspiró en el libro, y quizás encontremos más pistas allí.

Exhausto de correr, abrí la puerta de la casa de mi amigo y nos dirigimos a su pequeño estudio. De allí emanaba un olor muy fuerte a pintura. Toda la estancia estaba repleta de lienzos de distintos tamaños.

—Aquí está —dijo Beatriz, agachándose para sacar uno de los muchos lienzos que había.

Nos dirigimos a su despacho. Quitamos todas las cosas que había sobre la mesa y lo colocamos encima.

—¿Y ahora qué?

Hice caso omiso a su pregunta y me centré en lo que tenía delante: una calle antigua de Roma. La calzada ocupaba el centro, por donde transitaban hombres, mujeres y niños con ropas de diversos colores. A los laterales había múltiples edificios. Uno de los edificios tenía el sello de un sobre.

La carta. Aquella que me envió hace tiempo. Busqué por todos los cajones. Ahí estaba. Las últimas palabras que decía eran “viejo amigo, hasta dentro de (…) “. ¿Y si no se refería a una despedida? ¿Y si en realidad se refería al interior de un lugar? Volví a mirar el cuadro y algo me llamó la atención. No había fuego. Todas las pistas apuntaban al fuego.

—No hay fuego

—¿Cómo? — preguntó, extrañada

—En el cuadro, no hay fuego. La pintura se llama “Roma, vestida de fuego” pero no hay fuego.

—¿Y si no se refiere a la Roma como ciudad? ¿Y si Roma es el nombre de alguien?

— empezó a buscar por el cuadro— Mira, ahí — señaló.

Una mujer con un vestido naranja, muy parecido al color de las llamas de fuego. Bajaba por unas escaleras que llevaba a un lugar bajo tierra.

—No puede ser— dije, temiendo estar en lo cierto.

—¿Qué pasa?

—¿Y si los cuadros nunca salieron del Alcázar? ¿Y si aquellos cuadros que pensábamos que se habían quemado siguen allí, en alguna sala subterránea, y el incendio solo fue una manera de que el resto del mundo pensara que se habían quemado y no los buscasen? Déjame otra vez el mapa de Madrid.

Corrió a su chaqueta, sacando el mapa de su interior. Lo abrí y me centré en el punto que había marcado mi amigo.

—¿Y si estas partes no son los caminos de tierra, sino túneles subterráneos? Una vez Ignacio me habló de esos túneles, pero como te mencioné el otro día, pensaba que todo eran leyendas.

Beatriz me miró con cierta iluminación en los ojos.

—Solo hay una forma de averiguarlo. Hugo, tenemos que ir allí.

Aroa Melero Sáez

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