Portadores de fuego/4
Aún no recordaba su nombre y preguntárselo mientras le acompañaba a su piso solo iba a conseguir que perdiera la confianza que había depositado en mí. Intenté hacer memoria y recordar las veces que antes nos habíamos encontrado. Es cierto que no habían sido muchas, pero sí las suficientes para que hubiera una extraña comodidad entre nosotros.
Recordar nombres nunca había sido mi especialidad, pero lidiar con las extrañas amistades de mi hermano empezaba a serlo. Una de sus manías había sido siempre presentarme a la gente de su entorno, a aquellos que le rodeaban, amigos, compañeros de trabajo… eso le daba una extraña seguridad; en mi caso solo causaba situaciones incómodas.
Dentro de lo excepcional, esta no era de las peores. De algún modo era como si todo estuviera controlado, aún no sabía por quién, pero lo que sí estaba claro es que no se trataba de una coincidencia. Quizás era tan solo un juego de mi hermano, algo que se le había ido de las manos, como cuando éramos pequeños. La histeria que le había invadido en los últimos meses empezaba a ser difícil de tratar; yo ya no le podía ayudar y tal vez nadie podría hacerlo. ¿Era demasiado tarde?
El ruido de las llaves me devolvió a la realidad, me había limitado a hacer caso de lo que mis pasos decían por mí. Mientras mi mente trataba de buscar el sentido, mis pensamientos fueron perdiéndolo.
—Es aquí — me dijo con una sonrisa apagada, parecía no haberle importado mi silencio, quizás él también lo había necesitado.
—¡Vamos! — aquella palabra salió más fuerte de mi boca de lo que me hubiera gustado, casi como una orden, que nuevamente no pareció importarle en exceso, porque enseguida se adentró en aquel tortuoso portal y comenzó a subir las escaleras que daban entrada a su apartamento. Pronto, mis pasos alcanzaron los suyos.
Al cruzar la puerta, pude ver como una sobriedad clásica se extendía por las paredes. El olor a libro antiguo lo invadía todo. En aquel momento me resultó agradable e incluso acogedor, encajaba a la perfección con las estancias que se abrían frente a mis ojos.
Le acompañé a lo que parecía un pequeño despacho. Este estaba presidido por un gran escritorio de madera que rompía el equilibrio entre aquellas estanterías. Todo en aquel sitio tenía su lugar, excepto yo, que deambulaba perdida siguiendo los pasos de aquel hombre.
Parecía saber lo que estaba buscando o, al menos, tenía la suficiente determinación para disimularlo. Fue directo a un pequeño cajón del que parecía ser su escritorio. Al abrirlo, empezó a sacar objetos extraños, pequeños, grandes, algunos envueltos, otros tantos solo recubiertos por el polvo, pero indudablemente todos de mi hermano… Era algo que no sabría explicar pero que formaba parte de todo lo que pasaba por sus manos, era capaz de hacerlo suyo o de dejar en ello una parte de él. Verlos extendidos en la mesa hizo que la preocupación que llevaba una vida sosteniendo inundara mis ojos, del mismo modo que me había inundado la vida. Nadie hablaba de lo que era tener un hermano así.
Una mano se posó en mi hombro.
—Le encontraremos, haz lo que necesites. Entiendo que es muy duro —. Una mueca de pena llenó su rostro, aunque no dijo nada más. Mi hermano parecía ser realmente importante para él.
No pude evitar fijarme en cómo sus manos se resentían con el contacto de los recuerdos. Me obligué a volver la atención a aquellos objetos. Traté de buscar algo que se nos hubiera pasado por alto. Le pedí permiso para leer una de las cartas que yacía cerrada.
Querido Hugo: (hice acopio de su nombre)
Estoy seguro de que cuando leas esta carta, estarás en mi búsqueda.
Sigue a las Musas, yo ya lo hice.
—Hugo, ¿quiénes son las Musas? — Un escalofrío recorrió su cuerpo.
—¿Por qué me preguntas eso?
—La carta, dice que las sigas, quizás ellas nos lleven a mi hermano.
—No, hace tiempo que dejé de creer en ellas. — Su voz por primera vez desde que nos conocíamos había sonado cortante.
—Pero las necesitamos, quienes quieran que sean. Además, él sabía cuando te mandó esta carta que le estarías buscando y de eso hace seis meses. Hugo, por favor…
—Le dije que no lo hiciera, que solo le traería problemas. Por un momento, pensé que me habría hecho caso, qué típico de él no hacerlo… — Su voz se fue volviendo más ronca con cada palabra. Era como si aquellos vocablos se hubieran clavado como puñales sobre su cuerpo. Fuera lo que fuera aquello, tenía a mi hermano a su merced.
Nos quedamos callados.
—Sigamos buscando. — Su voz parecía menos cortante. No estaba segura de si había aceptado buscar a las Musas o si simplemente seguiríamos analizando aquellos objetos. Todo mi cuerpo se tensó, no se trataba de un juego de mi hermano o al menos no únicamente de eso. Alcé la vista para asentir y me encontré con su rostro lleno de culpa.
—Tengo que enseñarte algo. —Se acercó al perchero donde había dejado su abrigo, de él, sacó un libro. Sabía que lo reconocería.
—Lo tenías tú. —Guardó silencio.
—Supuse que ahí estaría la respuesta, fue uno de sus últimos regalos. Cuando estaba en su piso y oí las llaves, lo guardé en mi abrigo. No sabía quién estaría detrás de esa puerta, perderlo hubiera sido como perderle a él, no me lo hubiera perdonado.
—Necesito que me digas todo lo que sabes. — Agachó la cabeza y comenzó a contarme cada uno de los detalles. Adoptó un tono de voz un tanto impersonal, pero parecía sincero.
Mi cabeza trataba de asimilar todo lo que me estaba contando, mientras trataba de buscar algo que se saliera de lo normal en el libro. Tenía que estar ahí la clave, al fin y al cabo, ese había sido el principio de su locura, quizás también fuera el de su fin.
No podía dejar de pasar las páginas, con cada una de ellas parecía volverme más frágil, mis dedos entorpecían y mi respiración empezaba a ser algo costosa. Entonces lo vi. Había una letra marcada.
Le interrumpí:
—Aquí hay algo, la “a” está marcada.
—Sigue pasando páginas, tiene que haber algo más.
— Continué recorriendo las páginas, nuevas letras aparecieron m, i, c, o, o, s.
—Mosaico, es un anagrama.
— Hugo, cogió el pequeño mosaico que estaba en la mesa, trató de examinarlo, pero no vio nada.
—¿Quién es? El del mosaico.
—Es Aquiles. Claro, eso es. La Ilíada.
Se acercó a la estantería que había detrás de mí y sacó un pequeño ejemplar. A juzgar por su apariencia tenía que ser uno de los libros más viejos de aquel lugar. Observé cómo pasaba una a una las páginas, no podía hacer mucho más. Bueno quizás sí. Estaba a punto de acabar de revisar el libro cuando arrojé contra el suelo el mosaico.
—¡¿Qué haces?! ¡¿Te has vuelto loca?!
Algunas de las teselas saltaron.
—Creo que tiene algo dentro, mira. — Aparté las pocas piedras que quedaban aferradas al marco. En el fondo un pequeño papel escrito a mano.
Querido amigo: Las cosas no siempre son como planeas. Esto empezó siendo un plan, pero se escapó de mi control. Confié en quien no debía mi vida y empieza a ser tarde. La cólera es lo único que me mantiene vivo, pero en cualquier momento acabará por vencerme causando infinitos males. Estoy seguro de que sabrás leer a través de las líneas de algunos de los libros que más hemos disfrutado juntos. Confío en ti amigo y recuerda que, si sirves a muchos maestros, pronto vivirás.
—La frase original dice: “Si sirves a muchos maestros, pronto sufrirás”, tiene que significar algo. Tu hermano jamás se equivocaría. Tiene que haber algo en la Ilíada, algo tiene que estar mal, algo se nos escapa. —Sus ojos gritaban con desesperación.
—Tranquilo, lo encontraremos. — Me acerqué a él. —¿Y si no? — No supe qué responder. Tomé el libro.
—Deberías descansar, puede que esto se alargue y necesitaremos tener energía. Volveré a revisar el libro mientras tanto.
—¿Tú no vas a descansar? —De momento estoy bien. — Traté de sonreír mientras apoyaba el libro en la mesa— Aunque no lo creas, soy una mujer fuerte.
Esta vez fue él quien sonrió.
—Está bien, en ese caso descansaré. Avísame si encuentras algo.
Volví mis ojos al libro, pero algo me llamó la atención. No podía ser. Aquello no era el mapa de Troya, era el mapa de Madrid.
Inmaculada Martín Lobato
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