CARTA A JOSÉ SARAMAGO
Estimado José Saramago:
He tenido diferentes etapas en mi vida lectora que me han ayudado, todas ellas, a formar mi pensamiento, el modo de concebir la realidad que me rodea y mi propia realidad.
En mi adolescencia descubrí todo un mundo de emociones e ideas que no habían formado parte de mi vida infantil. Conocí a Antonio Machado, a Federico García Lorca, a Miguel Hernández. Todavía mi cuerpo zozobra cuando leo el “Niño yuntero”, me estremezco por un dolor injusto. Empecé a viajar por la Castilla y el Mediterráneo de Machado, era otra España que yo no había tenido la suerte de conocer. Todos ellos me hablaban de lucha y de compromiso. Abrieron mi mente a la crítica, a la posibilidad de que las cosas podían ser diferentes a lo que me habían enseñado (y no por ello peligrosas). Recuerdo todavía la primera vez que leí “La Casa de Bernarda Alba”, pues vi reflejadas a buena parte de las mujeres de mi familia en sus protagonistas, como vi reflejada en la obra mi ciudad, mi pueblo. Unas mujeres que no me gustaban, pero a las que amaba y comprendía, y que me hubiera gustado remover como la literatura me estaba removiendo a mí.
Años después, cuando entré en la Universidad me tropecé sin quererlo con Sartre, Camus, Simone de Beauvoir. Qué fantástica mujer, sus libros me introdujeron en el existencialismo, en el derecho de las mujeres, en el ateísmo. Me alejaba cada vez más del ambiente oscuro y fanático de mi infancia y me introducía en una juventud de protesta, de inconformismo y de reivindicaciones.
Al mismo tiempo Latinoamérica estaba llamando a mi conciencia. García Márquez, Alejo Carpentier o Julio Cortázar, entre otros, me hacían ir más allá de la realidad.
En los años noventa, ya siendo una mujer profesional y adulta e incluso madre, tropecé con usted y con su Ensayo sobre la ceguera. Un libro donde se entrecruzan la literatura y la sabiduría. La ficción nos muestra de forma descarnada la condición humana. Somos capaces de sobrevivir en los momentos más difíciles, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Plauto escribió Homo homini lupus, línea de pensamiento que encontramos en el siglo XVIII en Thomas Hobbes, y que sigue tan vigente en la actualidad.
No hay un yin sin un yan, y también aparece en esta obra. La figura de la mujer que se hace pasar por ciega para ayudar a su marido y a personas queridas. La generosidad en estado puro, la solidaridad, el esfuerzo y el sacrificio por el otro.
Pero lo que más me hacía abandonar momentáneamente la lectura y quedarme con la mirada en el vacío, era lo vulnerable que podemos llegar a ser frente a la manipulación. Cómo podemos volvernos ciegos e insensibles ante la injusticia, el dolor ajeno, la impunidad, el maltrato. Cómo nuestra sociedad actual puede jugar con nosotros como marionetas para conseguir que consumamos, o que no votemos a un partido, o lo que es peor, que seamos capaces de justificar invasiones o guerras (o ni siquiera verlas).
En este verano de 2013 he vuelto a releerlo y me he dado cuenta de que es un libro atemporal, da igual el momento, la situación política o económica; la vulnerabilidad ante la manipulación está siempre vigente. Por eso me alegro tanto de haber tenido la oportunidad de conocerle y de leerle, porque me ha ayudado, a lo largo de mi vida, a intentar estar alerta y mantener un espíritu crítico. Y lo que es más importante todavía: transmitirles a mis hijos la necesidad que tenemos del conocimiento, de la lectura, del pensamiento, para ser lo más libres posibles y poder desprendernos de lo superficial y banal.
Gracias, Don José Saramago, a usted y a tantos otros autores por cruzarse en mi vida y por cambiarla.
Atentamente,
Soledad García Vaquero.
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