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CARTA A CARMEN LAFORET

CARTA A CARMEN LAFORET

Estimada Sra. Laforet:

Carmen, mi amiga, me esperaba en la puerta del Instituto. Yo llegaba tarde, como casi siempre. Me dio un abrazo. Sus abrazos no son cálidos, como a mí me gustan, son abrazos en hueso, secos. Pero son igual de bonitos. Dimos un paseo por el barrio. Me regaló un libro ese día, uno de tus libros, Nada. Hacía dos días que había sido mi cumpleaños. En las primeras páginas me escribió una dedicatoria. De vez en cuando saco el libro de mi estantería para releerla. A ella siempre se le ha dado bien escribir, aunque no le gusta.

Cuando llegué a casa me fui a mi habitación, a mis cuatro paredes. Esas cuatro paredes, de las que en tantas ocasiones he hablado, lo saben todo de mí. En ellas me refugio, en ellas la soledad se extingue. Allí, unas ganas impetuosas de leer el libro se apoderaron de mi cuerpo, ahora desconocido por el recuerdo. Tardé bastantes meses en leerlo. Por cuestiones que prefiero no contarte, la lectura, desgraciadamente, había abandonado mi rutina. Recuperarla no fue fácil. Terminé el libro en verano, en un pueblo de Extremadura, perdido entre prados, olivos y encinas.

El año pasado, por estas fechas, fui a Barcelona a pasar un fin de semana con mi tío. Un viaje entristecedor, poco elocuente en ese momento, pero dulce ahora transformado por la melancolía. El primer día anduve hasta encontrar el número 36 de la calle Aribau. La acera frente al portal estaba en obras. El edificio tenía unas grandes ventanas, unos grandes balcones... Y se erigía con una fuerza culminante capaz de hundir al ser humano más fuerte, alto o valiente del mundo. Todo estaba donde debía estar, todo estaba en su sitio. Han puesto una placa con tu nombre en él. Eso hace que tenga más fuerza aún. De tanta, casi me tira al suelo.

En uno de mis intentos por alcanzar aquello que no puedo, cerré los ojos e imaginé a la familia entera en uno de esos pisos, condensando en él todos sus problemas. Juro, pongo por testigo a esta carta, que vi a Andrea llegando de noche por primera vez al edificio. La vi más tarde salir del portal. Caminaba con prisa. En un reflejo de ensoñación, de ilusión desmedida, la seguí. No sé por qué lo hice. Al final, llegué a la universidad, en donde la esperaba Ena. Volví al edificio. Podía escuchar a la anciana gritar, las discusiones del tío... Por un momento fui una desconocida en la vida real.

Mi tío me zarandeó fuertemente. Nos teníamos que ir. Todo se desvaneció. Ya no escuchaba el ruido de la casa. Ahora solo veía sus balcones vacíos, sumidos en una profunda negrura. La vida, con ese sueño, de alguna manera que no logro comprender, me había dejado. Con esa experiencia onírica, me despedía de aquel edificio, de aquella calle. Y de Andrea. Aunque en los días restantes la busqué en cada calle. Cada vez que doblaba las esquinas, esperaba encontrarme con ella.

En Barcelona no la volví a ver, pero me la encontré varias veces en un pueblo de Madrid, aunque con otra cara. Era diferente. Pero supe que era ella por su forma de caminar, brusca, con prisas. Una vez, incluso, pude hablar con ella. Me dijo que le recordaba a Ena (en un plano totalmente distinto). Carmen dice que, al contrario, le recuerdo a Andrea.

Escribo esta carta en los pasillos de una vieja universidad, parecida a la de Barcelona, maravillada por tu forma de escribir, tu delicadeza, tus personajes. Alguna vez he escuchado que los libros, entre otras cosas, son los que nos mantienen vivos. A mí Nada, de una manera que no entiendo, me da la vida de una forma en la que pocos libros lo han hecho. No se trata solo de un libro, se trata también del día que Carmen me lo regaló, del día que me dijeron que me parecía a Ena, del viaje a Barcelona (entre otras muchas cosas más). Es una vida, este libro es una vida.

Sea como sea, gracias. Es lo único que puedo decirte. Cierro esta carta muda, sin palabras suficientes de agradecimiento.

Atentamente,

Lucía Guerrero Ávila

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