Historias de lectores
Recuerdo bien el día que me sacaron de la caja y me pusieron, por primera vez, en una estantería. Era un 25 de noviembre del 80 y algo, había mucha luz, mucha más que en aquella oscura caja. Una señora mayor con una cara entrañable me colocó en una estantería junto a un libro mucho más gordo que yo.
Un día como otro cualquiera una joven entró, tenía el pelo largo y las manos suaves. Ojeaba todos los libros, los cogía, los leía y los volvía a dejar. Al llegar a mí, como a los demás, leyó mi parte de atrás. Creo que le llamé la atención porque me abrió por la primera página y empezó a leerme. Me cerró, sentí desilusión en ese momento, pero al contrario de lo que esperaba, no me dejó en la estantería.
Una vez en su casa se tumbó en la cama y comenzó a descubrir mi historia. Nunca olvidaré las expresiones que iba haciendo a medida que leía. Leía día sí y día también. Leía en el bus, en casa, en la cafetería, en clase, en todos lados y yo estaba realmente orgulloso. Cada noche, antes de acostarse, me dejaba en su mesilla donde esperaba con ganas el día siguiente.
Recuerdo aquel día en el que apenas le quedaban páginas a mi historia, aquel día en el que la joven no pudo contener el llanto. Recuerdo comenzar a arrugarme al sentir sus lágrimas, no tardé mucho en secarme, pero esas marcas se han quedado conmigo, y permanecerán para siempre.
Tras acabarme, me dejó en una estantería blanca junto a otros libros. Allí pasé mucho tiempo, recuerdo verla leer otros libros, disfrutarlos, llorarlos, sonreírlos…, ¡qué envidia sentía a veces! Pero un día, uno realmente frío, me volvió a coger. Me releyó, volví a estar unos días en aquella mesilla de noche, volví a sentir cómo sus suaves manos pasaban mis páginas, pero al final volví a la estantería blanca.
Pasaron varios años, años en los que volvió a cogerme, a leerme capítulos sueltos, a llevarme a distintos sitios, hasta que finalmente me llevó a una nueva habitación, una más grande, con una cama más grande, con una estantería nueva y con una persona más.
Rondaría el año 2000 y pico cuando una criaturita, con las mismas suaves manos que mi joven, se atrevió a cogerme. Miró mi portada, miró mi reverso y me ojeó. Entró la joven, aunque tal vez ahora ya no fuera tan joven, y sonrío.
La criaturita me llevó a su habitación y me colocó en su mesilla. Yo estaba tan feliz de volver a una mesilla... Pasé un tiempo allí sin ser leído, hasta que se atrevió a empezar mi historia. Al igual que con su predecesora, pude apreciar sus distintas expresiones a medida que pasaba las páginas.
Al llegar al final, vi sus ojos llorosos, pero mi pequeña criatura no marcó mis páginas como hizo la joven. En cambio, cogió un boli y subrayó una de mis frases. Volví a sentir la satisfacción de tener un recuerdo permanente de un lector.
Volví a una estantería, esta era algo más animada, tenía alguna planta, pero no era más que otra sala de eterna espera. Pasó un año, y otro, y otro. Yo iba acumulando polvo, nadie me releía, ni me cogía, ni siquiera me ojeaban, me iba a convertir en un olvidado.
La criaturita creció -¡y tanto que creció!-, al principio me costó reconocerla, ya era todo un adulto, pero uno mayor, de los que consideran sabios. Me cogió y me llevó a un hospital. Noté una mano suave, familiar, vieja. Era mi joven de pelo largo y manos sueves. Me leyó por última vez. La criaturita me cogió y me llevó a una tienda, una llena de libros. Me recordó al lugar del que salí.
Allí, en otra sala de espera, pasé unos meses. Finalmente, una señora de flores me llevó consigo. Me leyó en un abrir y cerrar de ojos, y, al igual que mis lectores anteriores, me marcó, ella dejó un pétalo entre mis páginas, perfumándolas.
Para mi sorpresa no volví a ninguna estantería, sino que me vi envuelto en un papel rojo. Cuando por fin salí de esa jaula, un chico de ojos grandes me abrió. Pasé una larga temporada en mi lugar favorito junto a la cama. Me leía despacio, con atención. Cada vez que una página le gustaba dejaba un adhesivo, llenándome así de marcas.
Volví a una estantería, una diferente a las demás, una igual que todas, una en la que aún sigo, ya no triste, sino expectante para mi siguiente lector.
Sara Noriega Garcés
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