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AEDO

HISTORIAS DE PUTAS

Pero fue justamente anoche cuando iba con uno de mis vestidos de guarrilla salidilla cuando cometí un pequeñísimo error.

Es cierto que iba vestida como una puta: vestido rojo que me cubría tan solo unos dedos bajo mis ingles, un escote de vértigo y unos tacones negros de quince centímetros. Pero sincera, juro que no estaba trabajando. Me había tomado la noche libre para dar un paseo y aclararme las ideas.

Me había ido de casa de mis padres porque no aguantaba más, pensando que trabajaría un tiempo como prostituta y en cuanto reuniera suficiente dinero me metería de cabeza a seguir con mis estudios de Medicina, pero entonces Fendi, Gucci y todos sus compis se cruzaron en mi camino. Los mensajes no paraban de llegar a mi perfil y era un dinero tan sumamente fácil y a menudo tan placentero, que me costaba muchísimo negarme y volver a coger bisturíes y demás. Pero de nuevo prometo que justamente ayer no estaba trabajando.

Paseé Gran Vía arriba, Gran Vía abajo, hasta que justamente me detuve en una bocacalle hacia la zona de Chueca para entrar en un bar a mear. Al no ser de noche, la mayoría de discotecas estaban cerradas y los bares abiertos pedían cinco euros por entrada, y aunque les aseguré que únicamente quería mear, me dijeron que si entraba en el baño vería suficientes cosas como para quejarme por cinco euros.

Si hubiera sido cualquier otro día habría entrado encantada pagando por mi consumición y observando hombres follando unos con otros, pero aquel día no tenía el chichi para tonterías y muchos menos tenía el chichi para mariquitas. Así que negué con la cabeza y me alejé un poco hasta que encontré un cómodo árbol en el que orinar. Cual perra, me puse de cuclillas, me alcé el vestido, me bajé las bragas hasta los tobillos y comencé a mear. Parecía que hubiera estado una semana sin ir al baño. Una vez me limpié con un pañuelo de papel que llevaba en el bolso me subí las bragas y me bajé el vestido. Me miré en un retrovisor y sonreí con mis preciosos dientes blancos. Perfecta. Fue entonces cuando un policía hijo de puta me dio dos golpes en el hombro:

-¿Sabe que acaba de orinar en la vía pública?- le miré extrañada. Un tío de no más de cuarenta, feo y con el pelo grasiento acababa de tocar mi vestido de mil doscientos euros. –Lo siento pero voy a tener que multarla.

-¿Por mear en la calle?- él asiente -¿Es en serio? ¿A caso está prohibido mear?

-Sí. Lo siento, señorita- me mira de arriba a abajo. -Pero mear en la vía pública está penado con hasta quinientos euros.

-¿Quinientos putos euros por echar un pis en un árbol?- él asiente, no sin antes volverme a mirar con entre desprecio y asco. -¿Y los perros? Ellos se cagan por todas partes. Y los niños, esos se pasan el día meando en las aceras...

-Los perros son perros y los niños niños- No me quedo satisfecha con la respuesta, pero me quedo menos satisfecha cuando me extiende la multa bajo la atenta mirada de algunos transeúntes y me dice -y las putas sois putas.

Puede que aún fueran los restos del copazo que me tomé como postre o puede simplemente que fuera mi orgullo de mujer, pero un tío feo con el pelo grasiento no iba a llamarme puta, y mucho menos en mi día libre. La ira se apoderó de mí, así que le abofeteé la cara. Teniendo en cuenta que era más alta que él no tuve problemas. Fue como golpearle a un viejo verde del metro que te mete mano bajo la falda. Él comenzó a gritar "alteración del orden público" y otros dos compañeros llegaron corriendo. Preguntaron por lo que pasaba y entonces la gente comenzó a acercarse a nosotros. Parecía un Gran Hermano en directo en las calles de Madrid.

Yo intenté controlarme mientras contaba la historia de cómo había tenido que mear en un árbol porque no me parecía justo pagar cinco euros por un pis de nada, y que el policía de pelo grasiento, omitiendo lo de su pelo claro, me había llamado puta.

-Porque lo es. Mire cómo va vestida. Además, la puta me ha pegado una ostia.

Me lancé sobre él. Aunque intenté clavarle uno de mis tacones en el ojo, los dos policías me sujetaron los brazos, así que únicamente conseguí derribar al horripilante policía de pelo grasiento mientras gritaba de nuevo "alteración del orden público".

-Joputa, abrón- intentaba llamarle hijo de puta y cabrón, pero entre la ira, los nervios y que dos policías tiraban de mí, no logré acertar con todas las letras.

La gente empezó a aplaudirme cuando yo, cual luchadora o cazadora de vampiros, intentaba darle patadas. Los muy idiotas me sujetaban la cintura y los brazos, pero tenía mis preciosas y largas, y por supuesto depiladas, piernas para dar patadas al pelo grasiento. Conseguí el propósito de clavarle un tacón en el estómago. Aunque no vi sangre, me sentí fuerte y feminista. Los dos policías intentaban meterme en el coche policial mientras que la gente me aplaudía a mí y les abucheaba a ellos. Hinqué mis tacones en la parte superior del coche evitando que pudieran meterme. Había visto demasiados desalojos últimamente en la televisión y sabía las mejores formas de alargar esa agonía, así que por mucho que empujaran mis tacones de quince centímetros no les dejé maniobrarme cual pieza de lego. Pero a los treinta segundos uno me enganchó de una de las piernas y consiguieron meterme dentro. No quería tampoco arriesgarme a romperme unos zapatos de quinientos euros.

Antes de que cerraran la puerta la gente gritaba que estaban de mi parte y que irían a la comisaría. Yo realmente no sabía si decían la verdad, si cuando llegara allí y estuviera metida en un calabozo, llegarían todos a una como los de "Fuenteovejuna" y contarían lo sucedido. De cualquier modo, el hijo de puta del policía me sonrió y me hizo un gesto obsceno con la lengua. Uno de los dos policías que me había metido al coche lo vio, pero no le dijo nada, únicamente negó con la cabeza y cuando se disponía a cerrar la puerta del coche no pude evitar gritarle con todas mis fuerzas:

-¡Hijoputa! Lávate ese puto pelo grasiento.

Él se quedó bizco por unos segundos mientras yo sonreía a mi nuevo club de fans y les saludaba con la cabeza, puesto que llevaba las esposas puestas tras la espalda. Intenté mirarme en el retrovisor delantero acercándome a los asientos de los policías para comprobar el estado de mis mejillas y ojos. El negro de los párpados no se había corrido y el pintalabios se encontraba impecable. Uno de los dos policías sostenía mi bolso, y recé para que no lo abriera, únicamente encontraría condones, y seguro que eso no diría mucho a mi favor. Reconoceré que uno de los polis era guapo, bastante guapo. Pero eso no importaba.

Me habían, al parecer, detenido. Iba esposada a la espalda, y aunque eso ocurriera más a menudo de lo que me gustaría, no pensaba acabar en un juicio por haber pegado a un policía que me había llamado puta y mucho menos pagar quinientos euros por mear en la calle. Seguro de que el pis era bueno para el árbol o, como mínimo, para los pájaros que tuvieran sed. Visto de cierta manera estaba haciéndole un favor al planeta entero.

Acabé sentada dentro de un calabazo, no sin antes captar la mayoría de miradas de la comisaría. No agaché la cabeza ni un segundo. No tenía nada de lo que avergonzarme. Había tenido un comportamiento justo y feminista. Nadie me empujó porque andaba con pasado decidido e ignoraba los silbidos de los detenidos. Aunque les sonreí cuanto pude. Me confiscaron el bolso y me metieron junto a una travesti. Mi primer impulso fue pedir un cambio  de celda, no porque no me gustasen las travestis ni mucho menos, sino porque Pamela, aunque más tarde me enteré de que se trataba de Pascual, llevaba un tatuaje de Cristo ardiendo en llamas en su hombro derecho. No es que yo fuera una fiel creyente y me lanzase de rodillas a rezar a diario (he dicho rezar), pero si me dio respeto y algo de miedo. Supe que no me cambiarían de celda, y que no habría ninguna celda cómoda, con ducha y espejos para revisar mi maquillaje, así que me conformé con hablar con Pamela.

La habían detenido por practicarle una mamada a un tío en plena calle Fuencarral. Calle en la que a menudo compro ropa. Pero nunca había visto felaciones en plena tarde. Lo que una se pierde por unos cuantos trapitos de firma. Era la segunda vez que le encerraban por lo mismo, pero no le habían denunciado ni multado por ello.
Yo pregunté por el hombre en cuestión y me arrepentí nada más hacerlo, puesto que esa preguntilla de nada a Pamela no le sentó nada bien y corrió a golpear a los barrotes de la celda con sus tacones de veinte centímetros o más. No me extraña que pareciera una giganta. Tenía una espalda el triple de ancha que la mía y me sacaba dos cabezas al menos. Vista de frente, yo tampoco me atrevería a multarla.

Pamela estaba furiosa porque al tío al que se la chupaba le habían dejado irse sin más, y estaba segura de que a ella le habían detenido por ser travesti, pues si hubiera sido una guapa española con pechos y vagina de nacimiento no habría tenido ningún problema. Intenté calmarla, pero yo misma me sentí furiosa. Aunque claro, fui incapaz de atizar a los barrotes con mis preciosos zapatos. Una conocía los límites.

Carlos Yebra Castillo.

1 comentario

Carlos -

leches...siempre se me olvida firmar...
Carlos Yebra Castillo.