EL PODER DE LA PALABRA (II)
Hace mucho tiempo que no escribo en el blog, así que hoy escribiré todo lo que tenía pensado escribir sobre uno de los autores que tenía en mente. Su nombre es Kimitake Hiraoka, que utilizaba el famoso pseudónimo de Yukio Mishima (nieve sobre la isla) en sus escritos. Fue un importante novelista y dramaturgo japonés del siglo XX, que fue propuesto sin éxito tres veces para el Premio Nobel. Lo más recordado de Yukio es su trágico final. Se practicó el Seppuku (harakiri) en noviembre de 1970 después de afirmar delante del ejército su descontento con la situación y el rumbo del país del sol naciente.
Mucho se ha escrito sobre la muerte y la literatura de Mishima y en los sectores más académicos hay momentos en los que se le ha tenido en muy baja estima por tener ideas de derechas. En cualquier caso, no cabe duda de que Mishima ofrece en muchos casos una literatura que invita a la reflexión. Sin más dilación voy dejando pasó a algunos fragmentos de algunas de las obras que tengo por casa que más me han interesado...
Por lo general, uno comienza a dedicarse al arte después de haber vivido. Aunque creo que a mí me sucedió lo contrario, pues tengo la impresión de que me dediqué a la vida después de haber comenzado mi actividad artística. De todos modos, lo normal es ocuparse primero de vivir, para luego entregarse al arte. A modo de ejemplo puedo presentar el caso de dos escritores como Stendhal y Casanova, cuya trayectoria nos podrá aclarar el paso de la vida al arte. Stendhal, insatisfecho consigo mismo porque no agradaba a las mujeres, y por haber fallado repetidas veces en sus intentos de conquistarlas, se dio cuenta de que sólo la literatura podía ayudarle a hacer realidad sus sueños. Por lo contrario, Casanova, tras haber retozado entre las mujeres y de pasar numerosas veces de una a otra gracias a sus dotes naturales, y después de haber gozado hasta la saciedad de las dulzuras de la vida, decidió escribir sus memorias cuando ya no tuvo más que experimentar. Observamos, por tanto que existe un enfrentamiento, una lucha entre el arte y la vida… Por ello, cuando un hombre decide redactar sus memorias, es decir, transformar lo que ha vivido en una narración suficientemente interesante como para legarla a la posteridad, la mayoría de las veces ya es demasiado tarde. Son escasos los ejemplos de hombres que, como Casanova, lograron a tiempo hacer realidad semejante proyecto. Del otro lado están aquellos que, como Stendhal, se sienten decepcionados con la vida y concentran en una novela toda la insatisfacción, la rabia, los sueños y la poesía que son capaces de sentir; pero, incluso en este caso, es necesario poseer un magnífico talento. En efecto, habrá que crear partiendo de la nada y construir un universo entero sobre la única base de la fantasía… En realidad, más que en nuestras experiencias nos basamos en nuestra capacidad receptiva: nuestra vulnerable y delicada sensibilidad descubre la desarmonía de nuestra vida; entonces jugamos en el mundo de las palabras para ver si en él podemos superar el abismo que ha abierto en nosotros tal desarmonía. De este modo, se forman muchos escritores: concentran en la redacción de una novela toda la energía de su voluntad, toda su capacidad de resistencia y toda la fuerza que otros seres humanos utilizan en su intento de mostrarse hombres; en el caso de los escritores, estas cualidades indispensables para vivir se sacrifican en aras de la actividad literaria… ("Lecciones espirituales para jóvenes Samuráis", 1969-1970).
Ciertamente, mientras reescribía esas líneas me he ido dando cuenta de que son demasiadas cosas las que quiero recoger de Mishima y sus obras literarias. Así que he decidido quedarme exclusivamente con dos fragmentos importantes. Más adelante pasaré a comentarlos, pero antes quisiera mostrar, a modo de ejemplo del propio autor, otro fragmento de otra obra suya mucho más temprana que la anterior. Se trata de "Confesiones de una máscara", una novela que siempre se ha tenido por autobiográfica y de la cual podemos extraer pruebas para apoyar la teoría que se ha expuesto en el fragmento anterior.
La ilustración mostraba a un caballero en un blanco corcel y con la espada en lo alto… El caballero miraba con la celada y blandía la temible espada, recortada contra el cielo azul, enfrentándose con la Muerte… Estaba yo convencido de que aquel caballero moriría en el instante siguiente. Si volvía la página, le vería sin la menor duda en el instante de morir. No cabe duda alguna de que existe un recurso por el cual las ilustraciones de un libro pueden ser transformadas en lo que serán "en el instante siguiente". Pero un día mi institutriz abrió aquel libro precisamente por aquella páginas. Y mientras yo dirigía una rápida mirada de soslayo a la ilustración, dijo: "¿Sabe el señorito la historia de este cuadro?". "No, no la sé". "Parece un hombre, pero es una mujer. De veras. Se llamaba Juana de Arco. La historia dice que fue a la guerra vestida de hombre, y que así sirvió a su patria". "¿Una mujer?". Me quedé de una pieza. La persona que yo creía que era "él" resultó ser "ella". Si aquel hermoso caballero era una mujer, ¿no quedaba todo reducido a la nada? (Incluso ahora siento repugnancia, profundamente arraigada y de difícil explicación, por las mujeres vestidas de hombres). Ésa fue la primera "venganza de la realidad" que la vida me deparó, y me pareció una cruel venganza que se cebaba, sobre todo, en las fantasías que acariciaba referentes a la muerte del caballero, de "él". A partir de aquel día hice caso omiso del libro. Ni siquiera lo cogí...
Pese a que en la infancia leía cuantos cuentos de hadas estaban al alcance de mi mano, las princesas jamás me gustaron. Solo me gustaban los príncipes. Y entre éstos los que más me agradaban eran aquéllos que morían asesinados o aquéllos otros a los que su sino había condenado a una muerte violenta. Me enamoraba de todo joven que muriera a mano airada… Me gustaba "El ruiseñor" de Andersen, y me deleitaba con gran cantidad de libros con dibujos. Pero la debilidad que mi corazón sentía por la Muerte, la Noche y la Sangre era innegable. Las visiones de príncipes muertos violentamente me perseguían sin cesar. ¿Quién podía explicarme la razón por la que hallaba tanto placer en aquellas fantasías en las que las ceñidas y reveladoras medias que llevaban los príncipes iban ligadas a una muerte cruel? ("Confesiones de una máscara", 1949).
Del primer fragmento quisiera decir que es algo que me gustaría escuchar de muchos de los autores que pasan por la Escuela de Escritura de la Facultad. Me parece una sincera opinión sobre el arte de escribir y sobre el arte de vivir, puestos, cómo no, en conexión. Obviamente hacer de la palabra de Mishima ley sería caer en un error y siempre hay que coger todo lo que se lee con pinzas. En cualquier caso, sí que hay siempre una clara relación entre lo que un autor vive y lo que un autor escribe (y esto como siempre lo podemos expandir al resto de las artes). Hay quien opina que el escritor es, ante todo, un ser egocéntrico que, de una manera u otra, ya sea en una obra realista o de fantasía, va a intentar por todos los medios hablar de sí mismo. El trabajo del escritor es realmente muy solitario y eso conlleva en muchos casos tristeza. Es un deporte de riesgo. Y nada más lejos de lo que venía diciéndonos Bécquer sobre la creación poética. Hay muchas personas que se sienten frustradas consigo mismas, porque no saben decir o escribir lo que piensan y sienten. Si esto sucede, es como si tu pensamiento no existiera, porque no sabes expresarlo y de ahí surge la frustración. En la lectura se encuentra muchas veces la solución a muchos de esos problemas. Lástima que leer sea también, en muchos casos, otro gran deporte de riesgo. Y cómo nos gustan a las personas los deportes de riesgo ¿verdad?
La verdad es que Mishima era otro escritor bastante triste e incomprendido, que se vio obligado a ocultar sus sentimientos detrás de sus obras. Hasta tal punto que su última obra escrita fue acabada minutos antes de morir. Y es que, a veces, cuando se escribe con bolígrafos rojos la tinta corre más de la cuenta y da lugar a pasajes muy memorables para unos y muy insoportables para quien los crea. Porque te acabas ahogando en ellos.
Mishima encontró en la escritura el medio para encontrarse consigo mismo y de ahí que me haya gustado poner algunos de los fragmentos que más me gustaron de su libro "Confesiones de una máscara". Parece ser que la primera literatura que leen los niños en los libros son los dibujos. Bonito ¿no? Mishima ya iba obteniendo muestras de sí mismo cuando miraba la imagen del caballero y, posteriormente, cuando leía fragmentos sobre héroes que morían de una manera trágica. Probablemente Yukio no se buscaba a sí mismo con cinco años, pero lo que hizo y cómo hizo su vida probablemente le fue dando las respuestas. Existen otros momentos de la vida de Yukio Mishima que él mismo reconoce que fueron "importantes" para él. Tiene lugar así un segundo momento de "inversión", por así decirlo, cuando Mishima ve a un joven pocero que trasporta desperdicios. La visión de su torso desnudo provoca en el adolescente un momento de revelación y melancólico enamoramiento. Más tarde relata un tercer momento de crisis que se produce ante otra imagen, una estampa de San Sebastián, en la que el pequeño Mishima descubre la conexión entre el erotismo, el dolor, el amor y la muerte. Así, leyendo, viviendo y escribiendo, Mishima logró conocerse un poco más. Sin duda, una tarea digna de Odiseo, el héroe que, como su propio nombre indica, se busca a sí mismo.
Personalmente, igual que Mishima cuando era niño, aún no lo sé, pero tengo la ligera sensación de que en estos fragmentos yo también pude verme un poco a través de un espejo un tanto deformado, agrietado y lleno de vaho. Ésta fue la confesión de una máscara tras la cual se ocultaba Mishima en un mundo que no estaba dispuesto a ver bien según qué sentimientos, según qué actos… He aquí una muestra más del "Poder de la palabra".
A la postre, un último fragmento de nuestro japonés:
Todos dicen que la vida es un escenario. Pero la mayoría de las personas no llegan, al parecer, a obsesionarse por esta idea, o al menos no tan pronto como yo. Al finalizar mi infancia estaba firmemente convencido que así era, y que debía interpretar mi papel en ese escenario sin revelar jamás mi auténtica manera de ser. Como esa convicción iba acompañada de una tremenda ingenuidad, de una total falta de experiencia, pese a que existía la constante sombra de duda en mi mente que me hacía sospechar que quizá no estuviera en lo cierto, lo indudable es que todos los hombres enfocaban la vida exactamente como si de una interpretación teatral se tratara. Creía con optimismo que tan pronto como la interpretación hubiera terminado bajaría el telón y el público jamás vería al actor sin maquillaje. Mi presunción de que moriría joven era otro factor que colaboraba a mantener esa creencia. Sin embargo, con el paso del tiempo, ese optimismo, o mejor dicho, ese sueño en vigilia, concluiría en una cruel desilusión ("Confesiones de una máscara", 1949, capítulo III).
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